REPTILES: TORTOISE SHOUT

I thought he was dumb,
I said was dumb,
Yet I've heard him cry.


First faint scream,
Out of life's unfathomable dawn,
Far off, so far, like a madness, under fue horizon's dawning rim,
Far, far off, far scream.


Tortoise in extremis.


Why were we crucified into sex?
Why were we not left rounded off, and finished in our-selves,
As we began,
As he certairuy began, so perfecty alone?


A far, was-it-audible scream,
Or did it sound on the plasm direct?


Worse than the cry of fue new-born,
A scream,
A yell,
A shout,
A paean,
A death-agony,
A birth-cry,
A submission,
All tiny, tiny, far away, reptile under the first dawn.


War-cry, triumph, acute-delight, death-scream reptilian,
Why was fue veil torn?
The silken shriek of the soul's torn membrane?
The male soul's membrane
Torn with a shriek half music, half horror.


Crucificion.
Male tortoise, cleaving behind the hovel-wall of that dense female,
Mounted and tense, spread-eagle, out-reaching out of the shell
In tortoise-nakedness,


Long neck, and long vulnerable limbs extruded, spread-eagle over her house-roof,
And the deep, secret, all-penetrating tail curved beneath her walls,
Reaching and gripping tense, more reaching anguish in uttermost tension
Till suddenly, in the spasm of coition, tupping like a jerking leap, and oh!
Opening its clenched face from rus outstretched neck
And giving that fragile yell, that scream,
Super-audible,
From rus pink, cleft, old-man's mounth,
Giving up fue ghost,
Or screaming in Pentecost, receiving the ghost.


His scream, and his moment's subsidence,
The moment of eternal silence,
Yet unreleased, and after the moment, the sudden, startling jerk of coition, and at once
The inexpressible faint yell-
And so on, till the Iast pIasm of my body was melted back
To the primeval rudiments of life, and the secret.


So he tups, and screams
Time after each jerk, the longish interval,
The tortoise eternity,
Age-long, reptiIian persistence,
Heart-throb, slow heart-throb, persistent for the next spasm.


I remember, when I was a boy,
I heard the scream of a frog, which was caught with his foot in the mount of an up-starting snake;
I remember when I first heard bull-frogs break into sound in the spring;
I remember hearing a wild goose out of the throat of night
Cry loudIy, beyond the lake of waters;
I remember the first time, out of a bush in the darkness, a nightigale's piercing cries and gurgles startled the depths of my soul;
I remember the scream of a rabbit as I went through a wood at midnight;
I remember the heifer in her heat, blorting and blorting through the hours, persistent and irrepresible;
I remember my first terror hearing fue howl of- weird, amorous cats;
I remember fue scream of a terrified, injured horse, fue sheet-lightning,
And running away from fue sound of a woman in labour, something like and owl whooing.
And listening inwardly to fue first bleat of a lamb,
The first wail of an infant,
And my mother singing to herself,
And the first tenor singing of the passionate throat of a young collier, who has long since drunk himself to death,
The first elements of foreign speech
On wild dark lips.


And more than all these, 
And less than all these,
This last,
Strange, faint coition yell
Of the male tortoise at extremity,
Tiny from under the very edge of fue farthest far-off horizon of life.


The cross,
The wheel on which our silence first is broken,
Sex, which breaks up our integrety, our single inviolability, our dee silence,
Tearing a cry from us.


Sex, which breaks us into voice, sets us calling across fue deeps, calling, calling for the complement,
Singing, and calling, and singing again, being answered, having found.
Torn, to become whole again, after long seeking for what is lost,
The same cry from the tortoise as from Christ, the Osiris cry of abandonment,
That which is whole, torn asunder,
That which is in part, finding its whole again throughout the universe.



 

REPTILES: GRITO DE TORTUGA

Creí que el macho era mudo,
pensaba que era mudo,
pero le he oído gritar.


Un débil quejido inicial
nacido del insondable amanecer de la vida,
lejano, tan lejano, como una locura, bajo el filo naciente del horizonte.
Un grito lejano, muy lejano.


Tortuga in extremis.


¿Por qué fuimos crucificados en el sexo?
¿Por qué no se nos dejó acabados, terminados en nosotros mismos
tal como empezamos,
como ella seguramente empezó, tan perfectamente sola?


Un grito distante, ¿llegó a oírse?
¿O se oyó directamente en el plasma?

Peor que el llanto del recién nacido,
que un grito,
que una llamada en alta voz
que un alarido,
que un pean,
que una agonía de muerte,
que un grito al nacer,
que una sumisión,
peor es un reptil diminuto y distante, bajo la luz del alba primigenia.


Grito de guerra, triunfo, aguda delicia, grito de muerte de reptil,
¿por qué fue desgarrado el velo,
el sedoso alarido de la rota membrana del alma?
La membrana del alma del macho
desgarrada con un aullido, mitad música, mitad horror.


Crucifixión.
La tortuga macho, encaramada y tensa
como un águila de alas desplegadas, penetra el muro de cloaca de la compacta hembra,
como queriéndose salir del caparazón,
en una desnudez de tortuga,
con su cuello largo y esbelto y sus vulnerables miembros
extendidos, como un águila que abriera sus alas
sobre un tejado,
mientras que el profundo y oculto rabo que todo lo penetra
se curva bajo los muros de la hembra,
y él la abarca tensamente, agarrándose, con la más envolvente
de las angustias y la más inimaginable de las tensiones,
hasta que, inesperadamente, en el espasmo de la unión,
se aparean con un brinco repentino y,¡oh!,
saca su constreñida cara de su tenso cuello
y emite ese frágil aullido, ese tan perceptible grito,
salido de su rosada y hundida boca de viejo,
liberando así su espíritu.
O gritando en un Pentecostés, que recibiera su espíritu.


Tras el grito y su eco momentáneo,
sobrevino un instante de un silencio eterno,
y sin embargo aún no liberado y, tras esto, el inesperado, estremecedor espasmo de unión, y, repentinamente,
el inexpresivo aullido que acabó por desvanecerse-
y así hasta que el último plasma de mi cuerpo se derritió
en los primigenios rudimentos de la vida y del secreto.


De esta forma, se aparea y emite
una y otra vez ese frágil aullido desgarrado
que sigue a cada convulsión, largo intervalo,
eternidad de la tortuga,
reptiliana persistencia, vieja como el tiempo,
corazón latiente, lento latido, persistente, y así hasta un nuevo espasmo.


Recuerdo, cuando niño,
que oí el grito de una rana, apresada por el anca por una culebra repentinamente erguida;
recuerdo cuando por primera vez oí a los sapos prorrumpir en cantos por la primavera;
recuerdo oír a un ganso salvaje en medio de la garganta de la noche,
gritando estridentemente al otro lado de las aguas;
recuerdo la primera vez que entre arbustos, en la oscuridad, los gritos
punzantes y los gorjeos de la alondra sacudieron las profundidades de mi alma;
recuerdo el grito de un conejo mientras yo cruzaba el bosque a  media noche;
recuerdo a la novilla en celo, mugiendo y mugiendo, hora tras hora, persistente e irreprensible;
recuerdo el primer terror al oír el maullido de ladinos amorosos gatos;
recuerdo el grito de un aterrorizado caballo herido, su desgarrador relámpago,
y recuerdo que huí al oír la brega de una parturienta: algo parecido al canto de una lechuza;
y el sonido penetrante del primer balido de un cordero,
o el primer llanto de un niño
y mi madre cantando sola,
 y el primer canto tenor de la apasionada garganta de un joven  minero muerto, hace ya mucho tiempo, de tanto beber,
y la primera percepción de un habla extraña
en labios oscuros y salvajes.


Y más aún que todo eso,
y menos aún que todo eso,
este último,
extraño, débil lamento de unión
de la tortuga macho, puesta al límite de sí,
diminuta debajo del mismísimo filo del más lejano horizonte de vida.


La Cruz,
la rueda sobre la que nuestro silencio por primera vez se rompe,
el sexo que hace estallar nuestra integridad, nuestra aislada inviolabilidad, nuestro profundo silencio,
Haciéndonos gritar desgarradamente.
El sexo, que nos hace romper en un alarido, que nos hace invocar, a través de lo más profundo, invocar,
llamar al otro, cantar invocando y cantar de nuevo, y ser respondidos, y habemos encontrado.
Desgarrados, para volver a ser uno de nuevo, después de haber buscado largamente lo perdido.
Un mismo grito: el de la tortuga y el de Cristo, el grito de desolación de Osiris,
aquello que es uno y que está desgarrado en pedazos,
dividido, y encuentra su totalidad por todo el universo nuevamente.

 

[D.H. Lawrence, Poemas, traducció de José María Moreno Carrascal. Renacimiento, Sevilla 1998]
 

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