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A mi madre y a mis hermanos,
y a la memoria de mi padre
Hay un rumor omiso en cada muerte.
Yo he escuchado un estrépito callado
en lunas eclipsadas
y, a veces, en un fruto vencido, ya reseco,
he creído advertir el pálpito del bosque.
Yo he tocado la frialdad inerte en la caricia,
la espectral singladura del amor,
su goce apuntalado en los escombros.
Hay un halo abatido en el otoño,
una memoria oculta en esta indecisión de los paisajes
que no saben qué hacer con tanto brillo.
Yo he visto, detrás de esta ladera,
el corazón ajado de la tarde
cayendo en dos mitades a la tierra.
Yo he sentido en la córnea el cierre del ocaso,
cómo su mito es nada en el otoño.
Hay un cuerpo implacable dentro de cada cuerpo.
Lo he escuchado adentrar se en el sigilo
de una consciente plenitud de vida y allí
descarnar esa dicha que se extingue
de infrecuente cabida entre lo humano;
lo he visto en la locura, en la vergüenza
grana de la piel, en cada postración de la mirada
ante los suelos sucios de residuos;
lo he sentido tahúr y pendenciero
apostándose impúberes tragedias
en los talados sueños de la noche;
lo he tocado en acuíferos derrames
de rojos testamentos profanados,
en los pontos atávicos del útero;
compacto herraje para las voces párvulas,
sustancia invicta.
Hay un globo de gas ilusionado
que asciende rapidísimo hacia el cielo.
Se pierde entre las nubes.
Cuándo perderá empuje
y adónde llegará.
[Lola Andrés, Moléculas y astros,
Soria, 2003]
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