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[Carlos Calero (Monimbó, Nicaragua 1953-)]
Epitafio para José Coronel Urtecho
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Su corazón late con hambre de pubis en mi ojo; late con gato pardo que densamente resbala a las terrazas de Aserrí, para encontrarse con una leyenda. Así abre la ventana y la oprime el cautiverio con retrato repentino, con refrigerador y cocina desordenada, o el lejano graznido que le demuestra la geografía del torbellino mientras resbala su blusa, con mordida de tigre, hasta el muslo; entonces, descubre la felicidad empozada en el estómago y el beso con un “te espero en la cama” para estrenar los asombros, o escuchar boleros de Leo Marini con mesa y vela, o edredón de alcoba para alegrar la pelvis que Safo describiría con tenue danza y eternidad de vírgenes consagradas.
Epitafio para José Coronel Urtecho
Morir y recordar son riachuelos detenidos en la tierra; son la losa del tiempo y ya está dicho: agua mansa con escamas, plata nerviosa en el reverbero del follaje, lavanderas sin sostenes: San Juan de la Cruz entreve sombra y nubes descendidas hasta el puerto de San Carlos al mediodía. Son las tentaciones del agua y el susurrarle al río San Juan las penas de la fortuna; entonces, repentino empieza el nuevo poema, con pipa y tabaco que envían señales a la María Kautz quien custodia las cornisas del cielo cuando la mañana baja a organizar el rumor del café, la cocina con tortilla de maíz, gallo pinto y picadillos. Los ojos del Güegüense y su chinfonía paladean copita de miel de palo, cususa mareadora y en la antología, con los dedos ensalivados, pone señas a los mejores poemas de los poetas norteamericanos. El soneto carnal, olor a matas de rosas y rimas en cadena destraban la lengua del Tío Coyote y Tío Conejo para que don Rubén Darío conozca pangas, racimos de cangrejos y mojarras fritas con las sartenes de las memoria. Don José aspira viento oloroso a azucenas, y sincero lee versos de la biografía de su mujer que rugió al amor como leona; o saltó la cuerda de la felicidad para que el poeta se sentara a escribir poemas que se deshijaron en la Vanguardia. Al despedirse guardó el tabaco, apoyó su bastón sobre la tierra, restregó agua y jaboncillo al cuello del vestido de la Emily Dickinson donde dejó la pluma anidada y una esbelta garza de Solentiname mientras atento y sobresaltado Ernesto Cardenal descubre milagros sobre un árbol de cortés y la comunión liberadora del lago con el cielo. Desde la orilla de la playa habla Granada con el muelle; habla el campanario repleto de palomas, con cañones que nadie recuerda cuándo se dispararon, con glorieta solar y Joaquín Pasos o Manolo Cuadra remodelando sus poemas... La ciudad de beatas, sus destinos indescifrables, el sol encumbrado en los salones coloniales, la ciudad que duerme esquivando poemas del Coronel Urtecho, su golpe azul de campanas, la resurrección del barco negro y los tiburones del lago. Un itinerario intacto, las conversaciones con poetas jóvenes en su casa o Managua, el ramillete, la llave y ganzúas de posibilidades en la poesía, el duendecillo del verso en la punta de la lengua, los hijos, los nietos y tataranietos del maestro esperando el próximo poema, un Mejía Sánchez desembuchando su tigre en Masaya, o Martínez Rivas en exacta rebeldía, y Azarías Pallais discutiéndole que contra el calor basta y sobra con quitarse la sotana; también el loco Cortés murmura insomnios divinos, y las iras con astros y espíritus, y aparece Pablo Antonio Cuadra con el idioma del alma, o Ernesto Cardenal que estando en Nicaragua habla de las constelaciones. El poeta tiene manos tibias y Dios sopla salmos a su oído; el poeta responde con interioridades: todo está listo, pues después de tantas vueltas, recovecos y revueltas el dolor y la alegría nos dan a vida, o no son más que un portazo esperando en el cementerio.
Mejía Sánchez miraba "un tigre" en los ojos, y abrió zarpas para el amor al hundirlas contra su propia memoria. Un animal de rarezas, acostumbrado a perseguir y ser perseguido hasta donde se pierde la medida de nuestro miedo. El descubrir nuestro felino es oficio para el ojo que enceguece la vida, o se hiere con el tajo de las navajas, cuando nos vence la muerte sin acabar el poema. Ojos para qué los quiero, digo: !Tigres! Siempre espero la cacería y cazo siendo atrapado al dudar si la noche es el día o lo que me permite hablar de zarpas en la vida. El misterio y el alma, las rayas que nos evocan a los padres, digo: hijos de la palabra salen palabra, hasta descubrir el abismo que nos intriga o ascienden como de la nada. Aquí estamos, poeta Mejía Sánchez, reuniendo silencios y reagrupando, con la lengua que continúa, el pedazo de nuestro caos.
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