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Oda XV - A don Pedro Portocarrero
No siempre es poderosa,
Carrero, la maldad, ni siempre atina
la envidia ponzoñosa,
y la fuerza sin ley que más se empina
al fin la frente inclina;
que quien se opone al cielo,
cuando más alto sube, viene al suelo.
Testigo es manifiesto
el parto de la Tierra mal osado,
que, cuando tuvo puesto
un monte encima de otro, y levantado,
al hondo derrocado,
sin esperanza gime
debajo su edificio que le oprime.
Si ya la niebla fría
al rayo que amanece odiosa ofende
y contra el claro día
las alas oscurísimas extiende,
no alcanza lo que emprende,
al fin y desparece,
y el sol puro en el cielo resplandece.
No pudo ser vencida,
ni la será jamás, ni la llaneza
ni la inocente vida
ni la fe sin error ni la pureza,
por más que la fiereza
del Tigre ciña un lado,
y el otro el Basilisco emponzoñado;
por más que se conjuren
el odio y el poder y el falso engaño,
y ciegos de ira apuren
lo propio y lo diverso, ajeno, extraño,
jamás le harán daño;
antes, cual fino oro,
recobra del crisol nuevo tesoro.
El ánimo constante,
armado de verdad, mil aceradas,
mil puntas de diamante
embota y enflaquece y, desplegadas
las fuerzas encerradas,
sobre el opuesto bando
con poderoso pie se ensalza hollando;
y con cien voces suena
la Fama, que a la Sierpe, al Tigre fiero
vencidos los condena
a daño no jamás perecedero;
y, con vuelo ligero
veniendo, la Vitoria
corona al vencedor de gozo y gloria.
[Incluido en Poesía. Fray Luis de León.
Ed. Juan Francisco
Alcina.
Ediciones Cátedra, S.A.
Colección Letras Hispánicas, 184.
Octava edición
de 1997.]
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Alaba, ¡oh alma!, a Dios:
Señor, tu alteza,
¿qué lengua hay que la cuente?
Vestido estás de gloria y de belleza
y luz resplandeciente.
Encima de los cielos desplegados
al agua diste asiento;
las nubes son tu carro, tus alados
caballos son el viento.
Son fuego abrasador tus mensajeros,
y trueno y torbellino;
las tierras sobre asientos duraderos
mantienes de continuo.
Los mares las cubrían de primero
por cima los collados,
mas visto de tu voz el trueno fiero
huyeron espantados.
Y luego los subidos montes crecen,
humíllanse los valles;
si ya entre sí hinchados se embravecen,
no pasarán las calles:
Las calles que les diste y los linderos,
ni anegarán las tierras:
descubres minas de agua en los oteros,
y corre entre las sierras.
El gamo y las salvajes alimañas
allí la sed quebrantan;
las aves nadadoras allí bañas,
y por las ramas cantan.
Con lluvia el monte riegas de tus cumbres,
y das hartura al llano;
ansí das heno al buey, y mil legumbres
para el servicio humano.
Ansí se espiga el trigo, y la vid crece
para nuestra alegría:
la verde oliva ansí nos resplandece,
y el pan da valentía.
De allí se viste el bosque y la arboleda,
y el cedro soberano,
adonde anida la ave, adonde enreda
su cámara el milano.
Los riscos a los corzos dan guarida,
al conejo la peña;
por Ti nos mira el sol, y su lucida
hermana nos enseña
los tiempos. Tú nos das la noche escura,
en que salen las fieras;
el tigre, que ración con hambre dura
te pide y voces fieras.
Despiertas el aurora, y de consuno
se van a sus moradas.
Da el hombre a su labor sin miedo alguno
las horas situadas.
¡Cuán nobles son tus hechos y cuán llenos
de tu sabiduría!
Pues ¿quién dará al gran mar, sus anchos senos
y cuantos peces cría;
Las naves que en él corren, la espantable
ballena que le azota?
Sustento esperan todos saludable
de Ti, que el bien no agota.
Tomamos, si Tú das; tu larga mano
nos deja satisfechos;
si huyes, desfallece el ser liviano,
quedamos polvo hechos.
Mas tornará tu soplo, y renovado
repararás el mundo.
Será sin fin tu gloria, y Tú alabado
de todos sin segundo.
Tú que los montes ardes, si los tocas,
y al suelo das temblores;
cien vidas que tuviera y cien mil bocas
dedico a tus loores.
Mi voz te agradará, y a mí este oficio
será mi gran contento:
no se verá en la tierra maleficio,
ni tirano sangriento.
Sepultará el olvido su memoria;
tú, alma, a Dios da gloria.
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