Cuando yo medía un poco más que una planta de
frutillas
creía en la locura como algo estrictamente alienado del mundo.
Luego entendí que los hombres la llevan cosida a sus propias telarañas
igual a un tigre amedrentado ante su presa.
La locura es un relámpago de sustancia de luna incandescente.
Es la memoria de los días anteriores al mundo
donde existía Marte como una gran fruta pendiendo de una pluma de faisán;
donde los caballos blancos eran granos de polvo en la tormenta;
o donde la lucha por la inmortalidad era algo tan innecesario
que no se conocía el comercio con la vida.
La locura,
entonces,
es la pérdida irreparable de la prisión a la que estamos destinados;
es usar nuestros ojos como enormes caracoles de neón
donde la única clave es encender todo lo que miramos.
Allí los hombres no conocen los límites,
ni las puertas cerradas,
ni los túneles secretos detrás del muro,
ni los pasadizos de cal,
ni la lluvia cuando cae y nos traspasa los poros suavemente.
Ellos reproducen la caricia de lo eterno en todo lo que tocan
y viajan a través del espacio como astronautas indefensos.
Sólo tienen la certeza de la muerte
devorándoles los huesos hasta desaparecer.
[Patricia Díaz Bialet,
Los despojos del diluvio]