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Vivo sin padre y sin especie; callo porque no encuentro en el osario ciego del sonido aquellas como frutos antiguos, las adámicas, redondas palabras oferentes. Van perdidas las prietas de salud; quedan vestigios: astillas, soledad, tierras, estatuas.
ANTONIO GAMONEDA
En el inicio éramos mi padre y yo tomados de la mano en la infancia de nuestro apellido, en la prehistoria de nuestros abrazos y besos lánguidos, de nuestros viajes a la noche inventada o a la ciudad del alcohol y del tabaco ruin. Nada sacamos a limpio si el mundo no se despedazó con nuestros rezos familiares. Si nosotros no fuimos el mundo, si la tierra que hierve entre nuestras venas no expulsó el infierno que llevamos dentro. Mi padre era un hombre de piel y de sombra silenciosa que llevaba en el corazón: la ira, el odio y la condena de saberse hombre de tiempo, hombre de sal, hombre de sueños verdes destinado a padecer debajo de la tormenta de hielo que incendió sus manos; manos que acariciaron mis párpados gastados que alguna vez miraron como el horizonte fue un imperio que se destruyó con el fuego de la selva. Mi padre atravesó la orilla de los muertos para alcanzarme, para alcanzar a sus muertos y decirles que es el hijo de la rabia, de la furia, el hijo de los ángeles violados; el hijo que se fugó de su propio entierro para reinventar los sollozos de las mujeres que tanto amó. Mi padre es la copa rota donde yo bebo sus vicios. Yo soy su vicio más profundo, yo soy su herencia vengativa, soy su herencia de carne miserable, que no teme dividir el aire para conquistar lo que desea. Soy su herencia enferma, su herencia que asesinará sin piedad a sus verdugos. Su herencia enloquecida que revivirá cadáveres y bestias, con tal de que su herida expulse el veneno letal. Mi padre es una habitación abierta de par en par donde yo entro sin zapatos y sin medias dispuesto a corregir mis errores. Ahí adentro sé que soy bienvenido, pero tengo que guardar silencio para que su palabra que es silencio y gozo, me atraviese el tímpano, el cerebelo y cruce mi espina dorsal hasta crucificarse en mi aorta. Tengo que aprender a defenderme de sus espejos y de sus dioses más furiosos que como tigres se me lanzan al círculo y me impulsan a pelear con mis manos heridas. Yo sólo acepto con honor su invitación y nos debatimos sangre a sangre.
de Prehistoria
[Augusto Rodríguez (Guayaquil, Ecuador, 1979-)]
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