Monte Hermoso

¿Cantan o bostezan?

 

 

 

¿Y qué si en ese amanecer fueran jóvenes parcas,

sirenas de cola escurridiza que miran desde el mar

nuestra ceguera voluptuosa?

 

 

 

Por la endecha del viento,

entre pájaros más mudos qué cándidos

empujan apenas hacia la orilla un rosado resplandor.

 

 

 

Aquellos oros en la pesadilla

bajo as ramas del nogal apenas reverdecido

en otro patio.

 

 

 

En esto que no es el campo todo campo adviene

como una fuerza rara, como un vano poder,

como una tediosa idea colmada de cálculos, de inquietud.

 

 

 

"Los maestros cesaron," dice Virgilio.

Se refiere a los Centauros.

 

 

 

Sin embargo, voy de la mano del abuelo por la playa,

dejamos huellas raras, de caballo y de niño.

 

 

 

Somos bultos húmedos en la extrema orilla,

y también como a cuerpos náufragos nos baña la espuma.

 

 

 

 

la arena tamborilea 

en el Gran Vidrio de los ojos

la arena imperceptible del tiempo

la arena inmóvil como la miel que hierve en la sombra

en tu cuarto, a la hora de la siesta

 

 

 

el viento dormido como un tigre

y allí en el declive de la casilla de don Domingo Diez de nuevo el mar,

tu nombre vuelto a oír en los rasguños de sal.

 

 

 

El pecho blanco del viejito. Sus labios partidos y

salitrosos en la marina claridad. ¿Qué sueño en 

espiral, al despertar, en la subida de la dicha

es tu abrazo? Y bajo ese ámbar ¿qué grito de las

formas apresado? ¿Qué desmesura de ala de polilla

imperfecta, con las escamas levemente torcidas y chamuscadas

antes de la abolición?

 

 

 

Y antes siquiera que la ambición de la mirada

hundiera tus ojos en el mar. Tu alegría de ver toninas en fila

por el alba todavía magenta y azul,

donde el dedo del abuelo se hundía e indicaba: ¡Son tres, 

son seis!

 

 

 

 

Y era el seguro salto en rápidos arcos negros

más allá de la rompiente,

contra la nada del sigilo del mar. El sueño

ingobernable del mar.

 

 

 

¿Cuántas veces 

la caminata en la orilla?

(Él no hablaba. Murmuraba con labios de durmiente.

Y entonces yo buscaba el indispensable

paso perdido en la voz, en las manos

otra vez.)

 

 

 

¡Eran tres;

eran

seis! Contra el recreo indesciptible y eterno

el color

 

 

 

De la estatua, Abuelo de la sensación,

 

 

 

Abuelo sobre el blanco,

sobre los colores que pierden profundidad.

Abuelo en la memoria de la escalera del diablo

Ese vestigio fractal me queda. El difícil zigzag

por el borde del mar.

Y el bastón como un punto de su mano donde

sostenía de niño el sol.

 

 

 

Yo iba o volvía

en la indiferencia de amor

-saliendo y entrando como un pájaro al nido,

como un zángano a la piquera- a esas manos

que supe agarrar.

 

 

 

A ese punto de clivaje efímero

que aún consiente ser yo.

 

 

 

A todo su recuerdo,

 

 

 

a toda su genética compañía.

 

 

[Arturo Carrera, Tratado de las sensaciones, Pre-Textos, 2001]

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