El circo |
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I HOY, II Por de pronto la luz. III Siempre pensé que acaso IV
Oh júbilo,
oh inocencia, consolando, perdiéndose, eunuco vil de masas, tan crecido ahora con su engaño, centro mentido... Bullen los colores del odio, siembra su falso pan de la alegría. Sí, la inocencia en ese pelotón de mil colores como en aquella copla de los pueblos:
"Ahora, al fin de la jornada, cuando la tumba me espera, he aprendido que la dicha sólo existe en la inocencia."
Pero esto no es el fin ni es el principio. Como la tumba, un acto más, un paso más hacia ninguna dicha, aunque uno siempre jamás esté seguro para nada. Más alguien hay, miradlo: diariamente afila sus cuchillos. Y está aquí, con nosotros, entre nuestra aventura, en ella misma pero ¿podríamos hacerlo, debíamos jugarnos nuestro pulso?
V
Sólo el alambre: Algo puede ocurrir al hombre, algo que nunca en peso de balanza esté preciso. Aunque ese ronco zumbo de pegadiza música, ¿qué quiere? ¿Otra vez miedo? Ya es suficiente. Cumplen las sombras, alma en vilo, dije que no bastan figura y apariencia. Siento que me falla la voz, nadie asegura nada, ¿apuesta alguien? Sin embargo el hilo, aquel varal de acero, es tan sencillo... Un paso al aire, un corte, alguna breve inclinación bastaba. ¿Es que será tan sólo musiquilla? ¿Es que no hay más? ¿Acaso no merece la pena su peligro? Por una vez estoy seguro: Todos iríamos alegres a los cables, desnudos, mansos, porque a favor del silencio es el vacío.
VI
Hubo un tiempo... Naipes y barajas, escamoteo, quién, ¿quién asegura? Un sí es no es nos llena, nos engaña y burla. Nosotros lo sabemos, somos engañados, asistimos al juicio final de nuestra muerte que está asentada en esta carne, vive con nuestras venas, oye nuestra respiración, gusta su triunfo anticipadamente conocido, hasta que un tiempo, en una hora, un día alza feliz su poderío y mata. Luego un conejo, un gallo, bolas, bolas que él, en nuestro engaño, hace en la gracia de sus dedos ágiles.
VII
Ciega la luz, hiere la luz, avisa que hay selva. Nuevamente selva. Planta enorme, si polvo y pastizal, amplios senderos de manada, el coso treme, oh elefante. ¿Quién más sujeto, quién más seguro en tierra? Nada si no el tan-tán hubiese como un aviso hundido la penumbra: lianas, árboles tropicales, plantas carnívoras, insectos múltiples, todo el perenne forraje, el eterno palpitar vegetal se alza, enorme, como un peso que se desborda en sangre.
Un lejano temblor de angustia herida, un hálito, una vaga penumbra de pasto en plenilunio: Hay Dios. Omnipotente, vengativo, solo: el humano deseo, y sin embargo tremendamente temeroso; y ahí, ante el pesado bloque casi acuñado, mineral, amorfo, ante la bestia, ¿quién es el dios que ruge, ¡asombro!, en las tormentas? Música de oropel llena los ámbitos. Después, sin ruido, inerte casi, la paz.
VIII
...Y la mentira. El circo es clown, sonrisa pálida, vieja nostalgia y clarinete amargo. Como el amor: Mentira, verdad que nadie sabe hasta qué punto puede ser disfrazada. He aquí el payaso: El hombre, carátula triste, son de viejo instrumento. Si desnudo apareciera, cómo poner su hombría a traza de nostalgia... Nadie lo sabe. Todos reímos, todos de nuestra propia carne revestida, de nuestro pobre cuerpo puesto a venta. Somos así: tan nobles para vender, comprar nuestra agonía. De vez en cuando, a veces una desolación pertinaz, honda, baja, mansa y segura, hacia el lugar del corazón de donde tomó su vida y su experiencia amarga. Es la alegría, en tránsito siempre de pena oscura y largo cauce, la gran cordialidad que nos aprieta.
IX
Quién es, decidme: ¿dónde se oculta aquél, el que dirige esta música horrible de charanga? Música sin concierto ruidosa y simple, grave, casi feliz de agilidad nerviosa. Alguien debe de acompasarla, alguien que nunca se podría mostrar. Sería inútil. A su pesar todo este largo río transcurre en el amparo de su horrible armonía. Ella, la anunciadora, hace danzar y cuando por un instante da cabida al silencio una antigua tristeza, dolorosa y tenaz, nos inunda tranquila los contornos del alma.
y X
Y así pasa la noche, el tiempo, el agua de la muerte, el agua de la vida, el circo amigo. Y hay una dulce dejadez de amor que nos empaña. Afuera las estrellas y el campo duermen, solos, sin luz, sin Dios, sin claridad o ruido.
Todo estaba conjurado. Nadie sabía que al entrar se le daría un puesto, una ribera donde el agua y el ser se marchitaran.
Y pasa así la troupe como si ajenos, desentendidos, tristes contempladores fuésemos nosotros. Vienen sombras, carátulas, figuras de oro falso y papel viejo, barras, trapecios, trampolines, pistas, la dulce musiquilla del rugido del hombre... Todo para un último fin que nadie sabe.
Alegres, sonoros en la fraternidad, cobrada la moneda, divertidos de tanto amor y engaño, en masa, en bando, en emoción única y sencilla, damos humildemente desconocidos, cuando el gallo nos llama, término al contemplar, y cesa el circo.
[Jesús Hilario Tundidor, Junto a mi silencio] |
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