Sentinela de la pluèja | sèrieAlfa núm. 104
Imatge: Adela Gato
Centinela de la lluvia | Dolors Català
Cada naissença es un lençol que
se desplega
E cada
mort un pauc de neu
Que fond
sul cor
Marie Rouanet
María había escogido vivir la vejez en el país del olvido, con sólo los crepúsculos, la luna llena de agosto y el viento del atardecer que le traía el recuerdo de la fabulosa melodía de Mascagni. Era una mujer menuda, con los cabellos blanquecinos, una mirada dulce y benevolente, una sonrisa inolvidable en la boca y, sobre todo, una presencia reconfortante y serena. Hablaba la lengua de la memoria y de la ausencia.
*
Ay,
las noches de invierno se hacen tan largas delante del televisor que a veces hago
calceta para no olvidarlo todo, para no borrar nunca de mi cabeza nuestras
conversaciones, para retener el tiempo y los momentos que pasamos felices
juntos, para hilvanar el tiempo y las palabras. Querría despojarme de los
fantasmas que me rodean.
*
Madre, el mar hace tiempo que se obstina en borrar tus recuerdos más queridos. El flujo y reflujo de sus oleadas continuas se los llevan implacablemente, mientras tú te abandonas a una noche sin luna.
*
Huérfana de padre y madre desde muy pequeña, María creció a la sombra de sus recuerdos. Vivió una infancia impregnada de melancolía y una vejez marcada por el olvido. Fue su hermano mayor quien la cuidó y quien le enseñó a leer, a comprender y a interpretar los acordes secretos para poder transmitir la magia de la música. Aquella música para siempre la acompañó; y se refugiaba en ella, cada atardecer, con los ojos llenos de sueño y de estrellas.
*
Busco en los pliegues de la memoria cómo rehacer los gestos, reproducir los pasos y trato de revivir aquellos momentos que un golpe de viento hizo desaparecer, aquellos encuentros con la gente en el pasado; pero estoy vacía, totalmente vacía y cansada. No encuentro nada, sólo aquellas notas melancólicas y lastimeras de los violines.
la do, fa la, re re do sib fa, la sol
sib re, la do fa, la sol, fa
re re do sib fa, la sol
sib sib la sol re fa mi
fa sol la sib do re mi, fa fa mi re, la do mi
*
Madre, tu pasión por la música fue el verdadero aliento de tu vida. Te envolvió en un océano de colores; te supo acompañar en las situaciones más duras, incluso en tu enfermedad devastadora. Nada pudo anieblar tu entusiasmo musical. No dejaste nunca de cantar. Lo sabes. Estoy segura de que lo recuerdas. Yo te escuchaba a todas horas cantar con una atención febril, siempre con la piel de gallina y unos lagrimones que me caían en silencio por las mejillas; eras capaz de contagiar el espíritu de cada pieza musical. Tu fragmento preferido, el preludio de la Caballería rusticana de Mascagni. ¡Y tanto! Una melodía apasionada, como tú; simple, pero llena de lirismo. Incluso después de resquebrajarte, de perderte por los rincones íntimos de tus recuerdos, aun poseías la facultad, el don de suscitar en nosotros una emoción vibrante con este canto tuyo que emergía de las oleadas del mar.
*
Una primavera, con la luz gris
de una aurora incierta, María huyó de la miseria y el hambre para poder mejor
sacar adelante a sus hijos. Un atardecer, finalmente, recaló en un país lejano
con una pesada bolsa de historias y sueños, salvia y romero en los ojos. Sus
sonrisas eren ahora fugaces y teñidas de melancolía. Aprendió otra lengua,
porque la suya era solo una jerga que nadie osaba hablar; aprendió también a
recoger otras palabras de libros de piedra, de vidrio, de papel. María absorbía
cada lección que la vida marcada por la pérdida le ofrecía, y se transformaba
en una mujer fuerte forjada por las heridas del vivir. Ligada a la naturaleza,
deseaba volver a aquellas tierras saladas que olían a azahar y donde se veía el
mar.
*
Yo, que atravesé un mar agitado
y llegué, un poco desorientada, a aquel país nuevo, no sé cómo pude esquivar
todos los escollos, los momentos de soledad y hacer nuevas raíces. He olvidado
cómo era vivir a dos tiempos. Diría que cada aurora me revelaba un horizonte de
promesas, y entonces mis pensamientos volaban hacia la tierra que dejé atrás.
Me faltaban las calles, los olores. A veces, soñaba mi pueblo cuando el sol
comenzaba a bajar y anunciaba un montón de tonalidades para decir buenas noches
al día. ¡Como envidiaba aquellos silencios del anochecer!
*
Madre, el campo conoció tus
suspiros i tus dudas. Los vientos arrogantes te hacían descubrir aquel país
destinado a los que pueden soñar: cada encuentro, cada sonrisa y cada risa era
una nota más en tu canto de luz. Siempre te has aferrado a la esperanza. Hoy,
con la cara entristecida, pienso en ti que pierdes el camino poco a poco. Dime,
¿sentiste alegría cuando estabas allá? ¿Cómo veías el mundo?
*
Hace muchísimo tiempo que María
volvió a su tierra con las maletas llenas de nostalgia. Ya era verano. María
vivía tranquilamente en su casa, junto al mar; los contornos de su vida
comenzaban a desdibujarse. Siempre se había ocupado de los demás, como lo hacían
entonces tantas mujeres, sin quejarse nunca, con una serenidad enmascarada.
Ahora, portadora de silencios ilegibles y de olvidos, era ella quien necesitaba
de los demás, era ella quien era cuidada, no siempre, sin embargo, como hubiera
querido.
*
Todos piensan que ya no puedo
cuidarme sola. Soy la noche que puntea. Llegan mujeres cargadas de viejas
rabias para ayudarme y hacerme compañía. Creedme, no me gustan nada. A la
última que vino a casa, le dije sin tapujos: ¿qué haces aquí? ¿Qué quieres de mí?
Ni me gustas tu ni me gusta como cocinas, aquí no haces falta, vete de aquí.
¡Fuera!
*
Madre, ¡antes te gustaban los sitios llenos de colores, plagados de vida, de gritos, de música, de risas! ¡Ahora estás en guerra contra el tiempo! Quieres soledad, la nada. Prefieres perderte en las tinieblas de tu pensamiento y escuchar los silencios tan profundos como las aguas más hondas del mar. Has caído suavemente en un abismo donde una brisa ligera evoca tus recuerdos engullidos. ¿Tienes miedo? ¿Cómo es el mundo que te has inventado?
*
En la habitación grande,
completamente sola, con la mirada perdida en las vigas del techo, los labios de
María enviaban mensajes desesperados. Lloraba. Los rostros familiares, los
lugares donde el eco de sus emociones retumbaba, se escurrían entre sus dedos
como granos de arena fugaces. Intentaba perseguir las palabras, amables o
amargas, siempre vivas, para reconstruir un mundo viejo y nuevo a la vez. Paso
a paso, hurgaba en las horas para recuperar las imágenes de su vida que dormitaban
en los pasadizos de la conciencia.
*
Cuando me sacan a pasear, muchas
veces me preguntan: ¿Me conoces? ¿Sabes quién soy? Creo que hay quien se ríe de
mí. No lo sé. No sé nada. ¡Basta! No me gusta nada eso. Miro la gente con la
memoria y pienso: ya no sé el nombre de quien está a mi lado; el mundo entero
me ha olvidado, o quizás soy yo quien lo ha olvidado, no lo sé. Dime, tú que
sabes escuchar mis silencios. ¿Saben quién soy yo, lo que yo siento, lo que yo
quiero? No. No saben quién soy. Y yo tampoco lo sé. Ya no tengo nombre. El
espejo me devuelve a una extraña, a una mujer que no reconozco. ¿Ignoran todos
mis sueños, mis esperanzas? ¿También mis deseos? No lo sé, tampoco. Los
contemplo, muda, como entre bastidores. Prefiero las amigas que vienen a
desgranar las notas de las canciones de nuestra infancia y que nunca me hacen
preguntas.
*
Madre, sabía que algún día me lo
pedirías, pero no pensaba ni que sería tan pronto, ni sabía que sería tan duro.
Con esta sonrisa tuya, savia de ternura, me susurraste: ¿quién eres?
¿Quién soy para ti ahora? Te
extravías una y otra vez, ya no eres la madre que conocía, que me quería; pero
no estoy preocupada ni triste, tu mirada guarda una chispa de luz que me dice que
soy tu niña y que mi imagen está grabada para siempre en la memoria de tu
corazón. En medio de esta niebla, brota al mismo tiempo un nuevo sentimiento de
benevolencia y compasión.
*
María continuaba, en la sombra,
su camino; un camino que ella misma desconocía. Los lugares antes acogedores,
le parecían ahora inaccesibles. Parecían contener sus propios secretos.
Llevaban las cicatrices de su vida; pero todo se diluía, los silencios rondaban
allá, donde salían los pájaros de la noche. María desgranaba en silencio el
paso del tiempo.
*
Extranjera en este pueblo, antes tan mío, lloro las calles y los árboles; soy sombra que vaga al anochecer. El aire lleva el perfume de mi historia y me invita a seguir los pasillos del pasado. Mi vida es la enfermedad de la noche. La noche es una mentira. ¿Qué pasa con los nombres y las palabras, dónde están? ¿Me las han quitado? ¿Las he dejado marchar? ¿Por qué? ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Dónde voy? Confundo el miedo y el hambre, la noche y el día, la sed y la alegría. ¿Por qué? ¿Cómo poner palabras a todo lo que yo siento? ¡¡¡Mirad, mirad!!! Estoy vacía, perdida, el mundo entero me ha olvidado, y yo no me entiendo y tampoco entiendo ya aquel canto nocturno de dolor y de delirio que me ahoga.
*
Madre, te observo con las manos, me deshago en ti, pequeña flor, te busco a tientas, te busco... y te encuentro junto al mar, asustada. ¿Qué esperas, mi dulce madre? La brisa del olvido ha cambiado tu vida, pero no temas, madre, no necesitas nombres ni memoria, tú que siempre has llenado nuestros silencios con música y alegría y has puesto colores a las palabras. No eres una sombra. Cada nuevo abrazo tuyo, cada sonrisa tuya, incluso efímera, teje un nuevo hilo para estar entre nosotros. ¡Cómo me gustaría explicarte la manera de atravesar la noche que te invade a flor de miedo!
*
Cuando María oyó la llamada del final, esperó a que su hija llegase para decirle adiós; fue su canto del cisne, un regalo inestimable. Antes de irse una noche de otoño, murmuró suavemente: «gracias mi niña por haberme esperado mientras me extraviaba, disuelta en la espuma del mar suave, gracias por haberme acompañado silenciosamente, consolado y cuidado durante toda mi vejez».
Entonces, oyó la voz de su hija que le respondía estas palabras, con un nudo en la garganta, escondiendo las lágrimas bajo el arce de hojas rojas: «Eres mi refugio, mi faro. He vivido al ritmo de tu aliento, mi dulce madre, que meces la vida, centinela de la lluvia. Ahora soy la guardiana de tu historia, de nuestra historia. No olvidaré nunca los cielos limpios, la música de tu voz, tu sonrisa, tu paciencia, tu ternura. Te vas en el amor. ¡Ay, si pudieras volver como una chispa de estrella! ¡Vela por mí desde el mar tranquilo! Te quiero».
Dolors Català nació en París en 1952. Ha sido
profesora del departamento de filología francesa en la Universidad Autónoma de
Barcelona. Desde 2013, colabora habitualmente como traductora en la revista
electrónica de difusión poética sèrieAlfa
(https://seriealfa.com/), así como en otras
revistas, Lletres de canvi (1982), Vallejo & Co. (2024)
y La forge nº2 y nº4 (2024). Ha traducido al francés el libro
en catalán de Pere Salinas y Joan Navarro O: Llibre
d’hores (O
: Le livre d’heures) (2014), y el libro en portugués de la poeta brasileña Lubi
Prates Um corpo negro (Un Corps Noir) (2020, 2022, 2023); y al
catalán y castellano Jours de fête. Onze poèmes del poeta
francés Jean Pierre Pouzol (2020), este último con Joan Navarro. También ha
traducido al catalán el libro en occitano de Paulina Kamakine L’aute demora (l’altre
estatge)
(2024).
[Traducción:
Joan Navarro]
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